Flashback

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Estaba en el hotel Hilton de Cartagena por el congreso colombiano de cirujanos plásticos y mi padre, que no lo era, pero amigo de mis amigos, gustaba de acompañarme, vino presuroso a mi habitación terminando el receso del almuerzo con la noticia —¡Un toro acaba de matar a Paquirri en España!

Primero, la sorpresa. Era el último torero activo de quien la habría esperado entonces. Por su solvencia técnica, dominio y facultades físicas. Después, los recuerdos… Aquel 27 de diciembre de 1967 cuando debutó en Cali con diecinueve años de edad y uno de alternativa, caminando sin montera, flanqueado por El Viti y Vásquez II, para torear santacolomas bogotanos de Vistahermosa.

Se repartieron de a oreja y en principio no me dijo mucho. Era difícil, él y yo éramos muy jóvenes y mediaba una década deslumbrada por Ordóñez, Ostos, Camino, El Viti, Puerta, El Cordobés, Palomo, Antoñete, los Girón, Curro, Manolo Martínez, Cáceres… Luego, volvió y volvió. Nueve temporadas, veinte corridas, 19 orejas y dos trofeos “Señor de los Cristales” como triunfador de la feria.

Uno, de la siguiente, con cinco orejas a toros nacionales de Ambaló y Felix Rodríguez. El otro, en la de 1979-80 con cuatro a toros mejicanos de El Rocío y Mimiahuapan. Lidiador como cuentan de los del siglo antepasado. Sin languideces, largo, poderoso en los tres tercios y eficaz estoqueador. Aunque su poderío abrumaba los toros y atenuaban el miedo, su arrojo y vitalidad emocionaban.

Fue, según Enrique Guarner, uno de los cinco mejores banderilleros del siglo XX, junto a Fuentes, Gaona, “Joselito”, y Arruza. Quizás. A uno de poder a poder, el día que la plaza cumplía veintiún años, al primero de Santacilia (mexicano), se le llamó hiperbólicamente por acá “El par de Cali”. Sentó al toro. Con la muleta mandaba y doblegaba, enfatizando con desplantes tremendistas. Mataba como los valientes, porque lo demostró, hasta en sus últimas palabras: “la corná es gorda… corte usté lo que tenga que cortá… tranquilo doctor

Avispao” probó que todo lo suyo era cierto. Con su larga cambiada de rodillas le hicieron una estatua en la plaza del Puerto y con su natural al aire, otra en el cementerio de San Fernando de Sevilla.

Se despidió aquí el 2 de enero de 1983 con toros españoles de “El Viti” y Garzón, alternando con Pepe Ruiz y El Soro, recibiendo una oreja. No regresó nunca, pero 35 años después de su muerte en Pozoblanco, Cañaveralejo no le olvida. Sintonizó con este público. Su apostura llevaba tantas admiradoras a la plaza como aficionados y aficionadas llevaba su tauromaquia.

Sus dos pequeños hijos Francisco y Cayetano sentados en la barrera con pantalón corto y las piernas colgando, sostenidos por la madre, Carmiña Ordóñez, recibieron sus brindis de faenas. Las cuales no por ser oficiadas para ellos dejaban de tener la verdad que le puso en la élite de su época. Francisco Rivera Pérez murió en su ley. Mi padre que lo admiró, también, al año siguiente.

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