El quid

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La semana pasada, con un día de intervalo, dos efemérides trágicas, Manolete y El Yiyo. Dos toreros, dos épocas, dos historias. El uno con treinta años en la cumbre de su gloria y el otro con veintiuno disparado hacia ella.

Ambos matando los toros que los mataron. En fiestas de ciudades menores, Linares y Colmenar, 1947 y 1984. ¿Por qué murieron? No pregunto las razones médicas aún sin precisar en el uno, largamente desangrado por una cornada en la ingle y muy claras en el otro con el corazón atravesado. Tampoco las razones técnicas en la ejecución de la suerte suprema, que les fue la última. Ni las contractuales que les comprometían. O las zoológicas por las cuales, “Islero” el quinto miura y “Burlero” el sexto núñez, ya matados los cazaron.

Me refiero a los móviles íntimos que los llevaron a ese trance fatal,. ¿Cuáles fueron? ¿Qué buscaban? Dicen que Manuel prácticamente nada. Ya lo había ganado todo, y hastiado ansiaba retirarse, pese a que tenía contratos firmados en América, entre otras plazas, con la Santamaria de Bogotá. Qué José no pensó ir a esa fatal feria de los Remedios, sino a última hora, cuando le llamaron para sustituir a Curro Romero en una corrida que ni ponía ni quitaba para su incontenible carrera.

Fueron por plata, dirán los más cínicos. Bueno, los toreros cobran, sí, pero aquellos honorarios puntuales tampoco les eran determinantes. Los dos pudieron muy bien haberse negado y no hubiese pasado nada. ¿Entonces?

En el toreo se vive y se muere por el prestigio, la buena reputación, el honor. De allí depende todo, dinero incluido. Es el quid, el mismo que lanza Quijotes contra molinos de viento.

Hegel escribió por ahí, quizás con sarcasmo: “España es la patria del honor”. De ser así, el toreo sería su arte más auténtico y estos dos toreros muertos oficiándolo hace ya tiempo, explicablemente unos de sus héroes más honrados.

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