‘Cancionero’, ‘Bilbaíno’, ‘Muñeco’, ‘Gitanito’, ‘Pandereta’ y ‘Rosquetero’, son los nombres de los seis toros que saltarán al ruedo de Puente Piedra el próximo sábado 25 de marzo. Sobre sus lomos pesa una historia de 100 años, los de la ganadería de Mondoñedo de la familia Sanz Santamaría que ya suma cuatro generaciones en el árbol genealógico de los toros que pastan en los potreros de La Holanda, la hacienda que supera en años al hierro bogotano.
Redacción: Diego Caballero D.
Fotografías: Rodrigo Urrego B. y William Cortés.
‘Cancionero’, ‘Bilbaíno’, ‘Muñeco’, ‘Gitanito’, ‘Pandereta’ y ‘Rosquetero’, son los nombres de los seis toros que saltarán al ruedo de Puente Piedra el próximo sábado 25 de marzo. Sobre sus lomos pesa una historia de 100 años, los de la ganadería de Mondoñedo de la familia Sanz Santamaría que ya suma cuatro generaciones en el árbol genealógico de los toros que pastan en los potreros de La Holanda, la hacienda que supera en años al hierro bogotano.
Una quinta generación, la de Cayetano, Gregorio, Paloma y Cristóbal, aguardan los libros de la ganadería para aumentar sus páginas, y en ellas las notas que empezó a escribir don Ignacio, en un primer libro con más de 800 folios cubiertos celosamente con un cartón que alguna vez mostró su “pelaje” castaño. Lo hizo sin saber que, con su puño y letra, comenzaba a forjar la ilusión taurina de Colombia que ya sabía de plazas de madera y de faenas a toros de media casta desde tres décadas atrás. Y si escarbamos en la historia, aunque sin saber de qué casta, varios toros españoles ya habían hecho surcos en el occidente colombiano desde los días de la Colonización, cuando le abrieron paso a Sebastián de Belalcázar.
Tras la prematura muerte de don Ignacio, en 1933, las notas pasaron a ser responsabilidad exclusiva de su hijo José, quien al finalizar la década de los años 1940 decidió heredarle el deber de la familia a su hijo Fermín. Gonzalo, el hijo de don Fermín, es ahora el dueño de los cuadernos de la ganadería y sueña, contra el viento y la marea prohibicionista, poder heredarlos a sus hijos, y junto a las muchas notas, la historia de una ganadería con aroma a epopeya.
TOROS FUNDADORES
Don Ignacio llenó las primeras páginas de ese viejo libro guiado por su instintivo conocimiento sobre reses bravas y bajo los consejos del mismísimo Rafael Gómez ‘El Gallo’
que siete días antes a su presentación en Bogotá, en el Circo San Diego, el 29 de junio de 1922, y durante su larga estadía ese año en La Holanda, tentó y ayudó en la selección de las vacas criollas que quedaron en la historia de Mondoñedo como las primeras madres de la ganadería. ‘Cantinera’, de tres años, jabonera y con nota M.B (muy brava), fue la primera de una lista de 37 vacas que abrieron los ya interminables folios de Mondoñedo.
De aquellas primeras tardes camperas del ‘Divino Calvo’, como ya llamaban a Rafael Gómez por su escasez de pelo a sus 40 años, siete vacas más se ganaron la más alta y salvadora nota, M.B, impuesta por don Ignacio. Cinco de ellas no debieron estar mucho tiempo frente a la gracia señera de Rafael El Gallo, devolviéndose a los corrales bajo la sentenciadora nota de M.M (muy mansa). Las demás quedaron reseñadas con distinta nota y suerte: R (regular), B (brava), M (mansa). Trece becerras, quien sabe bajo que criterio, se quedaron sin calificación. ‘La Pastilla’, de pelo “amarilla”, tiene un Notable en sus observaciones y además una curiosa nota, “la que cogió a Rafael”.
Según las notas impuestas por don Ignacio, tras la aprobación de Rafael El Gallo, además de ‘Cantinera’ y ‘La Pastilla’; ‘Berreona’, ‘Verdugona’, ‘La Morena’, ‘Primorosa’ y ‘La Maja’, de procedencia criolla, fueron algunas de las vacas que se quedaron en los extensos potreros de La Holanda, a la espera de los primeros toros de pura casta que llegarían, un año después, desde tierras españolas.
En 1923 Colombia vivía su primera bonanza cafetera, en parte gracias a la inversión del dinero obtenido como indemnización por la separación de Panamá por parte del gobierno de los Estados Unidos. Ese mismo año, bajo la presidencia del conservador Pedro Nel Ospina, el país vio nacer el Banco de la República y la Contraloría General.
Y mientras los bogotanos lloraban flores negras por la muerte de su poeta Julio Flórez, en los potreros de la Holanda desembarcaban siete toros españoles para fundar la primera ganadería de toros de lidia en Colombia.
Cuatro de ellos, traían en su sangre la fundacional casta Vazqueña creada por Vicente José Vázquez con vacadas de otras dos castas fundacionales, las de Cabrera y la de Vistahermosa. A tierras de Mosquera llegaron marcados con una “V” encerrada en una corona ducal, que no hablaba de su denominación Vazqueña, sino de don Pedro de Alcántara, Duque de Veragua, quien había adquirido la ganadería y cuyo nombre distingue a una procedencia que se hizo famosa por el comportamiento de sus toros en el primer tercio de la lidia.
Eran toros de buen trapío, sin la cornamenta que distinguía la procedencia Cabrera ni tan cornicortos como los de Vistahermosa. De distintas capas, como lo comprobaría don Ignacio cuando vio a los suyos en los potreros de La Holanda y El Rubí. ‘Cigüeño’, negro bragado; ‘Laminero’, de pelo jabonero y ‘Granadino’, de pelaje negro, llegaron desde las españolas tierras de San Martín de la Vega, con pocos kilos, dos años y sin número en sus dorsos. El otro toro adquirido, ‘Malavista’ de pelaje negro meano, no solo llegó luciendo algo más de trapío, gracias a sus cuatro años, sino también el número 11 en su dorso.
Enrique de Queralt y Fernández Maquieira, Conde de Santa Coloma, logró consolidar un encaste propio al cruzar dos ramas de la casta Vistahermosa: las que buscó en la ganadería del Marqués del Saltillo y en la de Eduardo Ibarra. Productos de esta última rama, llegaron a padrear en los potreros de La Holanda, los toros ‘Ligero’, ‘Cavilero’ y ‘Canastillo’, como quedaron reseñados, junto a los ‘Veraguas’ y con letra manuscrita en el primer libro de Mondoñedo bajo el título de “Toros Fundadores”. Los Santa Coloma, de pelo negro, llegaron con tres años cumplidos y a diferencia de los del Duque de Veragua, marcados en sus dorsos, con los números 53, 39 y 71 respectivamente.
Pero no solo un libro guarda las memorias de aquellos toros fundadores, también las paredes blancas del patio de la vieja casona de Mondoñedo tienen voz. En ellas lucen como trofeos las cabezas disecadas de los toros fundadores. Ya sin los pelajes con los que fueron
reseñados, miran al horizonte y se pelean el protagonismo con otros toros con historia propia en la ganadería. Como ‘Marismeño’, que le correspondió a ‘Gallito de Zafra’ en la
corrida inaugural de La Santamaría, el ocho de febrero de 1931 y al que se le dio la vuelta al ruedo. Toro y torero abrieron un libro más, el de las cornadas. Otro muro hace de notario para atestiguar que, en Bogotá, en el circo San Diego, la plaza que antecedió a La Santamaría, se lidiaron toros de Veragua, Miura y Santa Coloma.
LA PRIMERA TARDE
Los toros que llegaron a plantar la bandera de la bravura en tierras colombianas soportaron toda una odisea para lograrlo, y su feliz arribo bien puede considerarse un auténtico milagro. O por lo menos eso es lo que podemos deducir de lo escrito por el historiador Alfredo Iriarte en su libro Toros de Altamira y Lascaux a las arenas colombianas, “Después de su llegada a Puerto Colombia, vino el transbordo a nuestros lentos barcos fluviales de
rueda en popa y el viaje con sus inevitables varadas (paradas por roturas y percances) y sus calores infernales. Luego, el término de la travesía fluvial en La Dorada (puerto sobre el río y una de las poblaciones de más alta temperatura en Colombia). De allí al extenuante viaje en ferrocarril hasta Ambalema (pequeña población de casas blancas de anchos muros de Tapia pisada, de barrio y amplios corredores)”. Para llegar a la meta, en Mosquera, faltaba una decisiva escalada. Prosigue Iriarte: “Brevísimo descanso y nuevo tren cuya locomotora tomaba un día entero acezando por las cuestas andinas rumbo a la gélida meseta. Y los toros llegaron.
Llegaron vivos. Cruelmente disminuidos y es que ni un rebaño de bisontes de Altamira o de Laxcaux hubiera podido llegar indemne luego de ese viaje despiadado”. Y con los toros llegó Julio de la Olla, un campesino español que resultó clave en los primeros años de la ganadería. Tras su arribo, las notas tomadas por don Ignacio se pusieron en orden y dieron
forma al primer libro de la ganadería fundacional de Colombia. De la Olla se encargó de revisar las notas, de poner especial atención a los consejos que Rafael El Gallo le había dado a don Ignacio y junto a él, se pusieron en la quimera labor de cruzar vacas criollas
con toros españoles de Veragua y de Santa Coloma.
Como prueba, una más, de la afición de don Ignacio Sanz de Santamaría, queda en la historia taurina de Bogotá que bajo sus órdenes y con su presupuesto, se inauguró, el 15 de junio de 1922, una plaza de madera con capacidad para seis mil espectadores en el entonces parque Centenario ubicado en inmediaciones de la iglesia San Diego. El coso taurino más importante hasta esos días en Colombia. En su ruedo se vieron los primeros toros españoles lidiados en Colombia. Uno de ellos, de la ganadería de Veragua y de nombre ‘Miserable’, lo lidió Joselito de Málaga. Según relata el Libro de oro de la Santamaría, la presencia del toro aceleró tanto los corazones que “un gran aficionado de apellido Quijano murió en su barrera de sol, de fulminante infarto o de repente como
decían en aquella época”.
Pero don Ignacio no había mandado construir aquella plaza solamente para que se lucieran los toros españoles, también para que los bogotanos vieran a los de ‘Sanz de Santamaria’,
como se anunciaron inicialmente sus toros. La tarde en la que se probaron los resultados del cruce de vacas criollas con toros de pura casta, fue rescatada en el libro La Santamaría, 90 años de primera de la siguiente forma: “El domingo 23 de enero de 1927 se marcó un hito en la Plaza de San Diego, y en la historia del toreo colombiano. Fue la primera vez en que se lidiaron toros de la ganadería de Mondoñedo, conformada cuatro años antes.
José García ‘Alcalareño’ y Pablo Lalanda, primo del gran Marcial, conformaron el cartel. El toro ‘Quinquillero’, marcado con el número 1, negro zaino, nacido el 22 de octubre de 1924, hijo de ‘Canastillo’ de Santa Coloma y una vaca criolla, fue el primer toro en saltar al ruedo luego de que Julio de la Olla abriera la puerta de toriles”
LOS «MONDOÑEDOS», EN EL EL ALMA DE LOS BOGOTANOS
El buen juego del primer encierro de los Sanz de Santamaría, como también relata el libro antes citado, fue motivo para que don Ignacio empezara a edificar otro de sus sueños: una plaza con más capacidad y construida en cemento para que Bogotá estuviera a la altura de Lima y Ciudad de México, las dos ciudades taurinas más importantes entonces de América.
La plaza de San Diego funcionó hasta 1929 y por ella pasaron toreros como el ya citado Rafael Gómez ‘El Gallo’ y Manuel Mejías Rapela ‘Bienvenida’. Pero fueron los toros de don Ignacio Sanz de Santamaría los que alcanzaron verdadera fama entre los taurinos bogotanos. A tierras españolas llegaron las noticias de las embestidas de los descendientes de los Veraguas y de los Santa Colomas.
Adolfo Dura, director de la revista taurina más famosa de aquellos días, se vino a comprobarlo con sus propios ojos y a certificarlo con su pluma. “¿Cómo podrían imaginarse que en Colombia existiese una ganadería extensísima, producto de las famosísimas españolas de Veragua y Santa Coloma?” Con esta pregunta la revista La Lidia abrió un reportaje de cinco páginas de las ocho con la que salió la publicación después de pasar por la linotipia. Don Ignacio y su hijo José contaron cómo sus toros se habían convertido en el centro de las conversaciones de los bogotanos y anunciaron la construcción de una nueva
plaza para la ciudad, esta vez en cemento.
Los primeros detalles de la nueva obra quedaron consignados en la publicación: “La plaza, cuyo costo es el de 750.000 dólares es un alarde de ingeniería, porque es cubierta y sólo tocando un botón automático, se corre y descorre la montera de cristales. Además, tiene un tendido giratorio que se convierte en escenario para espectáculos teatrales. La plaza se inaugurará en el próximo mes de Febrero (1929), en plena temporada”. El proyecto que tardó dos años más en hacerse realidad, que costó más de lo presupuestado, no tuvo techo cubierto ni botón automático, tampoco un tendido giratorio -lo que hablaba de la enorme visión de don Ignacio-, pero si puso a Bogotá a la altura de las capitales taurinas de América.
La Santamaría, llamada inicialmente Plaza de Bogotá, se inauguró el ocho de febrero de 1931, los toros de Mondoñedo, no podía ser de otra manera, fueron los primeros en salir por su puerta de toriles. ‘Viborillo’, número 19, de pelo negro enjaquimao, pasó a la historia taurina de la nueva plaza por ser el primero en saltar a su ruedo.
Esa tarde, por primera vez en Colombia, se ejecutó la suerte de varas y los ‘Mondoñedos’, con su divisa azul, verde y plata, embistieron a los caballos con fiereza recordando su sangre Veragueña. No solo esa tarde, también en las casi 20 corridas en las que ese año se
lidiaron los toros de don Ignacio y que los bogotanos ya sentían como propios. Fue el comienzo del eterno idilio de los toros de los Sanz de Santamaría con la plaza bogotana. Con altibajos y ausencias, como todo amor que perdura en el tiempo.
Los toros de Veragua pronto abandonaron los campos de La Holanda, no dieron los resultados esperados y pocos hijos suyos quedaron en el campo. Algún toro berrendo, terminando el siglo anterior, recordó el pasado veragueño de Mondoñedo. Tampoco
soportó mucho tiempo Julio de la Olla quien, tras el primer año de La Santamaría, en la que hizo de monosabio el día de su inauguración, marchó a su España con su esposa, La Rubia, que junto a él había soportado la travesía por el Atlántico años atrás. De la Olla heredó sus tareas a Francisco García, un paisano y familiar suyo que había llegado a Bogotá en los primeros días del Circo de San Diego.
Desde antes de la inauguración de La Santamaría don Ignacio y el mundo padecieron la crisis mundial de 1929. Y él, como Colombia desde los días del gobierno de Pedro Nel Ospina (1922-1926), quedó endeudado. Hasta el punto de perder sus bienes más preciados: su ganadería y La Santamaría. Colombia necesitó de varios años para lograr recuperarse, los que no tuvo don Ignacio quien murió en 1933, no sin antes haber visto seis de sus toros en una misma tarde y en su plaza de cemento: la corrida en solitario de Cayetano Ordóñez en La Santamaría.
Los toros y la plaza pasaron a manos de la Corporación Colombiana de Crédito. No fue tarea fácil, pero en 1938 la viuda de don Ignacio, doña Rufina Rocha, logró recuperar los toros. La plaza, gracias a la gestión de José Sanz de Santamaría, el hijo de don Ignacio, y
ayudado por German Zea Hernández, se salvó de ser demolida y pasó a manos del Municipio.
Faltarían hojas para contar los triunfos y las faenas memorables aportadas por los toros de Mondoñedo, primero en manos de la Corporación Colombiana de Crédito y luego, nuevamente en las de José Sanz de Santamaría que, de la mano de su padre, ya conocía
los secretos de la ganadería. Bajo su criterio, en 1946, se trajo la sangre Murube a Mondoñedo en un lote de toros y vacas de la ganadería mexicana Pastejé. Esta sangre, que se mezcló bien con la Santa Coloma, mantuvo la bravura de la ganadería por cerca de
30 años.
Habría que recordar la bandada de toreros mexicanos que dejaron históricas faenas con los toros de la familia Sanz de Santamaría. Al toro ‘Rosquetero’ y a Manolete, las tardes de Domingo Ortega. Al toro ‘Botijo’, el primero en ser indultado en la Santamaría. El debut
de los ‘Dominguin’. Y claro, muchas líneas para describir el arte del gitano Joaquín Rodríguez ‘Cagancho’ ante los bravos ‘mondoñedos’ que pronto extendieron su leyenda en otras plazas, aún de madera, y construidas en las capitales del país.
DON FERMÍN
Su nombre está en la memoria de los aficionados que sobreviven a los recuerdos de La Santamaría. Desde finales de los años 1940, cuando su padre, don José, le heredó sus toros, y hasta la temporada de 2012, don Fermín y Mondoñedo fueron todo un clásico en la temporada capitalina.
Pero no solo en la plaza bogotana. No faltó ruedo colombiano al que don Fermín no llegara con sus toros, que no eran para todos los toreros, y extendiera su leyenda. A don Fermín, recién cumplida su mayoría de edad, por entonces establecida en 20 años, y por citar un ejemplo, se le debe en parte la primera corrida celebrada en la plaza de Manizales.
Su primera prueba de fuego al mando de Mondoñedo fue testificar el boom de los toreros valientes que llegaron a América en los años 1950. Cuántas proezas, muchas escritas con sangre, quedaron de aquellos años en que una camada de toreros, encabezada por Litri y Aparicio, hicieron el paseíllo en las ferias de Colombia y Venezuela. Años, también, en los que Pepe Cáceres se las empezó a ver con los ‘Mondoñedos’.
Faltaría un gran capítulo, quizás todo un libro para poder contar los más de 60 años de don Fermín Sanz de Santamaría al frente de la primera ganadería de Colombia. Décadas de triunfos y también de superación, porque fue a él a quien le tocó defender el honor de la divisa azul, verde y plata ante las que ya lucían los toros de Clara Sierra, Vistahermosa y Aguas Vivas, ganaderías hechas a la sombra, por distintas circunstancias, de los toros de Mondoñedo.
Y en ese capítulo habría que contar minuciosamente cómo Don Fermín enfrentó la difícil decisión de hacer a un lado la línea Santa Coloma – Murube, que le había dejado su padre José desde mediados de los años 1940. La raza había mermado y se hacía urgente refrescar la ganadería. Fue entonces, cuando el linaje de los toros que alguna vez fueron de Juan Contreras y Murillo, y quien creó su ganadería con toros de Joaquín Murube, llegó a los campos de Mondoñedo. La nueva inyección de bravura entró a través de los Contreras de la ganadería de Los Hermanos Ángel y Rafael Peralta que, desde 1953 conservaban lo mejor de esa procedencia.
Desde finales de los años 1970 y hasta hoy, el encaste Murube – Contreras domina los potreros de Mondoñedo.
Muchas tardes llevaron el sello de don Fermín, desde las celebradas en 1951, cuando los toros de Mondoñedo, en La Santamaría, midieron a Pepe y Luis Miguel Dominguín, hasta la tarde del toro ‘Sasaimundo’ lidiado por Luis Bolívar en el mismo coso el cinco de febrero de 2012. Aquella tarde bogotana resultó ser la última en la que don Fermín visitó la plaza de su abuelo, y sin saberlo, la afición lo despidió con una clamorosa vuelta al ruedo. Segundos después, Gonzalo, su hijo, salió a hombros. Desde los tendidos de la Santamaría, creados por don Ignacio, y sin ser consientes, los aficionados observaron la entrega del testamento
de Mondoñedo.
TOROS PARA AFICIONADOS
Los últimos diez años de la ganadería están en la mente de casi todos, y los últimos 30, en las manos de don Gonzalo, el bisnieto de don Ignacio que ya con su padre, don Fermín, llevaba los libros de la ganadería.
Por eso en su haber, podemos contar la tarde en la que ‘El Califa’ conmocionó a la Santamaría con ‘Displicente’, el toro que se llevó el trofeo como el mejor de la temporada. Otro ‘Displicente’, la temporada anterior, también se llevó el mismo premio. Sin embargo, la bravura, que no siempre es fácil, se convirtió en un obstáculo para ver los toros de Mondoñedo en La Santamaría, o por lo menos, en los carteles en los que se anuncian los toreros de postín.
Y a ese inconveniente, al que le puso cara don Gonzalo siguiendo fiel al encaste, se sumó el cierre de la plaza bogotana durante cinco años. Lejos de la Santamaría, los toros que pastan en Mosquera buscaron otros patios para pelear. Recordamos, con la economía que ofrecen unas pocas páginas, a ‘Bambuquero’, al que se le dio la vuelta al ruedo en la plaza de Manizales y al que Juan del Álamo le cortó las dos orejas en la temporada del año 2014. Un año antes, ‘Granadino’, en esa misma plaza, le permitió a Eduardo Gallo cortar dos orejas y marcharse a hombros. Otro Mondoñedo, en Cali, aumentó las tardes de dureza que también hacen parte de la leyenda de su dehesa, cuando le atravesó el gemelo izquierdo a Alberto Aguilar. Una cornada que, al final, acabó apartando al torero madrileño de los ruedos.
Pero a don Gonzalo le faltaban tardes de gloria en la plaza de su bisabuelo Ignacio. Apenas triunfó la libertad sobre el prohibicionismo, y La Santamaría volvió a ver sus puertas abiertas, en el 2012, ‘Tocayito’ clavó la bandera de la bravura de su hierro en el ruedo bogotano. Lo lidió José Garrido que se ganó las dos orejas, mientras el toro se ganó la vida.
Esa tarde, la del domingo cinco de febrero de 2012, bien puede ser el inicio de un nuevo capítulo en la historia de la ganadería, pues en los tendidos se fundieron los viejos aficionados con una nueva ola de espectadores que llegaron al llamado de un recuerdo, el de ‘Saisamundo’ que cinco años atrás había peleado con auténtica bravura en el caballo de Luis Viloria.
La terquedad de un alcalde dictador los había privado de volver a la plaza bogotana, y por eso, apenas pudieron, volvieron a ella. Y tuvieron la suerte, siempre necesaria, de encontrase con ‘Tocayito’ al que le pidieron a gritos el indulto. Tras lograrlo, y al terminar la corrida, se lanzaron a las calles en busca de don Gonzalo para vitorearlo. Aquella imagen,
propia de otros tiempos, marcó el comienzo de una nueva devoción al hierro de Mondoñedo.
Otra prueba de fuego, para Mondoñedo y sus nuevos adeptos, fue la tarde en la que Julián
López ‘El Juli’ se enfrentó a ‘Gitanito’. Toro y torero plantearon su guerra, pero el español que había puesto testosterona para imponerse en el duelo, no acertó con su espada y el publicó dio como vencedor al Mondoñedo. La devoción se volvió a poner de manifiesto, una veneración solo comparada con la vivida en los tiempos de José Sanz de Santamaría.
Prueba de ella, es que los tendidos de la plaza de Puente Piedra, el palenque de los toros de Mondoñedo cada vez que cierran La Santamaría, se llenan de juventud, la misma que, cómo en los buenos tiempos, grita, ¡Viva Mondoñedo!