Sebastián Castella cuajó de cabo a rabo a un soberbio ejemplar de Jandilla mostrando matices nuevos en su tauromaquia, mientras Manzanares y Aguado corrían peor suerte.
Redacción: Marco Antonio Fierro – Cultoro.es – Foto: Luis Sánchez Olmedo
Madrid – España. Hay toreros que regresan porque sí, porque no saben qué hacer con su vida una vez concluida su carrera; los hay que vuelven porque el caprichoso parné tiende a acabarse cuando no ‘fabricas’ más, y hasta los hay que regresan para buscar sensaciones que nunca jamás sintieron ni están capacitados para sentir. Y casi todos suelen poner la misma excusa para vestir de nuevo un terno al que hay que echarle de nuevo el punto y la banda ya no queda tan estrecha: me quedaban cosas por decir. Hoy, vestido de blanco y plata, con el patrón que podría ser el del vestido de su confirmación, Sebastián Castella ha regresado a Madrid a decir lo que faltaba por decir. Y a lo mejor se puede decir más alto, pero jamás más claro.
Porque el Castella que hoy pisó Madrid, que venía después de un tibio regreso, apoderado por la Casa Matilla y casi con el sambenito de volver para abrirle los carteles a un Manzanares que seguía resistiéndose a hacerlo, ha dicho cosas que no habían salido de su boca ni de sus muñecas jamás de los jamases, y ha encontrado la forma de no ser más bruto que el toro, sino embriagar al bicho –por ascua viva que sea- en una sutilidad que es más fácil de transformar en toreo. Para muestra, el quinto, ese Rociero de divina lámina y de arrancada encendida en el inicio al que ya le sopló media docena de verónicas con revolera incluida sin hacer mucho caso al viento que se empeñaba en deslucir el trance. Había que darle en el penco porque traía tralla de más, pero entre lo que midió el picador y lo que bregó un José Chacón cada vez más convertido en maestro de los percales, el toro llegó a la muleta perfecto para el toreo. Pero ahí llegó lo distinto.
El torero acostumbrado a obligar a los toros a embestir en su faena, la preconcebida en su cabeza de los cambiados por detrás y los desdenes cambiada el guión para esperar al animal en el tercio, debajo justo del tendido 6, y dejarse arrancar los hilos de plata según pasaba Rociero por debajo de los ayudados por alto que proponía el galo. Firmeza tenía Castella toda, pero también mando sin florituras; ahí ya había una cosa más dicha por Castella en esta plaza. Pero no era suficiente. Había que consentir en una serie, muy zurda, muy viva, muy importante para el torero, porque fue la que le quitó los vicios al animal. No fue limpia, es verdad, pero la lucha mantenida en esos siete muletazos y el remate fue de lo más sincero que se vio en la tarde. Y ahí terminó de entregarse Rociero.
A la faena, que no al torero, porque lo que de Castella recordaba esta plaza y los naturales de delicadeza suprema, con el vuelo terso conduciendo con dulzura a un Jandilla que era pura y candente ascua, no tenían nada que ver. Ni el de pecho, deletreado, ralentizado, que parece que se lo esté pegando todavía. A Sebastián sí le faltaban cosas por decir. Porque está rico, pinta, expone, se mete en jaleos por su sentimiento de igualdad en el ser humano, pero jamás ha dejado de ser artista y, sobre todo, jamás ha dejado de vivir en torero. Cuando el sopapo eficaz y ejecutado con perfecta derechura tumbó sin puntilla al bravo animal, Sebastián ya sabía dos cosas: que aún tiene la capacidad de decir cosas nuevas y que tenía abierta su sexta Puerta Grande de Madrid. Y esta ha sido, tal vez, de las más rotundas.
Al contrario que Manzanares, que saludó una ovación con esa brasa de embestidas torrenciales que hizo segundo porque, teniendo capacidad para eso y para más, reduce las carreras emotivas para transformar en bello lo que puede ser supremo. Y se queda por allí, pegando muletazos con sobrada solvencia en lugar de morirse hasta atrás con un animal que le pedía gobierno al llegar, y no al marcharse. Por eso se fue con su tibia ovación de trámite de una plaza que no le sienta bien nada más que cuando está dispuesto a jugarse el cuero. Hoy no fue el caso.
Tampoco lo fue de Pablo Aguado, que rogó porque no le echasen para atrás el inválido tercero porque esos toros, con el poder justo y la nobleza acusada para irse detrás con lentitud, son los que suele cuajar el estilista sevillano que lo pasa peor cuando se le vienen ligeritos. Y ni el tercero le aguantó las ternuras ni el sexto le perdonó que quisiera reducirle la emotiva arrancada de codicioso motor. A ambos les dejó muletazos, faltaría más; pero no fue el lote de Pablo el más propicio para su forma de interpretar.
Y que no debe ser nada fácil –qué demonios- torear después de que un francés de Beziers que llevaba tres años pintando capotes y hoy dejó que la tersura de uno nuevo invadiese el recuerdo que tenemos del antiguo. Pero este –que hoy dijo cosas que jamás había dicho- no es el Turzack que se fue, sino el Castella que vuelve. Avisados todos.
Ficha del Festejo
Plaza de toros de Las Ventas, Madrid. Feria de San Isidro, novena de abono. Corrida de Toros. No hay billetes. Cinco toros de Jandilla y uno de Vegahermosa, que hizo sexto. Anodino y sin espíritu el noblón primero; bravo, pronto, codicioso y con calidad el buen segundo; noble pero inválido el tercero; codicioso, entregado y bravo el extraordinario cuarto, ovacionado en el arrastre; voluntarioso y enclasado el buen quinto; ligero en la embestida y con codicia el sexto, que terminó reponiendo. Sebastián Castella (blanco y plata): silencio y dos orejas tras aviso. José María Manzanares (marino y oro): ovación y silencio. Pablo Aguado (corinto y oro): silencio tras aviso y silencio.