Qué rugido cuando lo desplegó. Sonó como un juramento al esnobismo. “Patatero”, pasó de largo, quizá indignado, dejando atrás eso que le abanicaba de lejos, una, dos, tres veces, con sus respectivas aclamaciones. Introito a un lanceo aguado y desmandado, en el que solo destelló la cromática chillona. “Para gustos los colores”, contestó socarrón.
Con la muleta, que sí lo era, tampoco hubo control a los tardos y cortos envites. Par banderazos, cuatro macheteos y un irse de la suerte con pasito raudo por la espada. Emilio Muñoz justificó: “Cuando no se puede lucir lo mejor es abreviar y estar lo menos posible ante la cara del toro”. Contradijeron ese posmoderno axioma tres pinchazos poco breves (hondo el último) y un descabello sin estocada. Mucho más metido y natural anduvo Antonio con el generoso pitón izquierdo del cuarto, pero igualmente impreciso y largo al matar, saludó una ovación.
La tarde se debatió entre lo esencial y lo superfluo, De lo primero, la imponente presencia del cinqueño encierro victorino. Entipado, corpulento, astifino, ofensivo, cárdeno oscuro todo un lujo derrochado. Ya, su diverso y complejo talante, eso es materia de toreros, todo toro tiene su lidia y muerte. El único que le hizo honor fue el siempre susceptible Daniel Luque, quien de pronto se distrajo de su tenaz y fragorosa reyerta con el tremendo segundo bis (615 kilos y casi seis años) para entablar un contrapunteo gestual con los músicos, porque homenajeaban su torería sin pedirle permiso. ¿Ah? Con lo bien que tocan.
Del valenciano Román, consentido por sus paisanos, que solo llenaron media plaza, mejor no abundar. Pases y pases, diez pinchazos (cinco y cinco), cuatro avisos (dos y dos), una estocada, y el toro más propicio, el sexto, “Gallarete”, desperdiciado lastimosamente. Le hicieron saludar primero e irse aplaudido al final. Así, para qué más. Falla fallando arrancaron Las Fallas.