The New Yorker publica hoy un largo artículo de Lawrence Wright: “El elefante en la sala del tribunal”, y en su newsletter lo promueve con una pregunta que hasta hace poco hubiese podido sonar absurda: ¿Un animal es una persona?
La respuesta implícita (solo quitando los signos de interrogación), y el tácito silogismo que la supone –toda persona es animal, luego todo animal es persona– le prestan racionalidad y licencia como argumento clave del animalismo actual. Inventiva vieja, por demás. Desde tiempos inmemoriales la personificación de animales, vegetales o minerales ha ocupado supersticiones, sectas, religiones, políticas, teorías…
Las mitologías egipcias, hindúes, greco-romanas abundan en ello. En el siglo VII, por ejemplo, el emperador japonés Tenmu en consonancia con el budismo dominante, prohibió el consumo de carne, alegando que los animales eran seres como los humanos, con sensibilidad y conciencia, y además, en el ciclo transmigratorio (samsara) tu o algún ser querido, pudo haber sido animal.
Por supuesto, señala Wright, hubo también móviles económicos en la imperial disposición, ya que los bueyes (toros castrados) eran importante fuerza motriz para el cultivo del arroz, base de la dieta japonesa, el comercio y la industria. A todo ello encima el autor un sarcasmo: “puede que los bueyes fueran sus hermanos, pero eso no impedía que les pusieran el yugo”.
Sarcasmo que también vale ahora para el mascotismo que se santifica y solaza en mantener animales prisioneros a perpetuidad, obligarles a caminar encadenados, mutilarlos, exhibirlos y otras reverencias moralmente tan contradictorias, como tomarse inconsultamente su propiedad y representación.
Estas y otras incongruencias pretenden pasar e instalarse en la imperfecta justicia (humana). Meses atrás, un tribunal estadounidense reconoció a una manada de hipopótamos traídos originalmente a Colombia por el narcotraficante Pablo Escobar como “personas interesadas” en una demanda. Jurisprudencia.
En la misma onda, pero con distinta suerte, cursó en Nueva York una petición de “habeas corpus” para liberar a “Happy”, elefante tailandés alojado en el Zoologico del Bronx. El juez argumentó: “que un animal simplemente no tiene derecho de habeas-corpus, reservado solo para humanos, ya que tampoco puede asumir deberes y responsabilidades legales.
Desde luego, también el toro de lidia, sin saberlo, sin voz y sin voto está implicado por sus “defensores” de oficio en esta rebuscada confusión de identidades que puede llevarlo por el camino de la personificación al exterminio.