Antonio Ferrera se anunciaba con seis adoifos en solitario. Una machada que era de elogiar antes del paseíllo. Luego aquello fue derivando en un desastre de ganadero y torero. La corrida de Adolfo Martín, la más descastada y blanda que recordamos, puso a Ferrera en un disparadero. Para salvar aquel desfile de «toras» había que echar mano de mucha imaginación, de solucionar por el camino de improvisar, de, al menos, hacer con grandeza la suerte suprema. Por desgracia Ferrera, que en otras ocasiones parecidas ha sabido sacarse de la manga los recursos para arreglar las cosas, se empecinó en dejar muy de largo en el caballo y solo consiguió tercios de varas soporíferos.
Tan solo recordamos dos puyazos de Antonio Prieto al segundo toro realmente importantes. También los banderilleros Fernando Sánchez y Joao Ferreira con pares soberbios edulcoraron algo el desarrollo monótono, de medios muletazos y muchas voces, de quiero y no puedo, como denominadores comunes de la actuación de Ferrera. Sin embargo lo que en otra época habría sido de bronca enorme esta vez las cosas transcurrían con la tolerancia de un público de terracita y cañita, de un público que pone a Madrid al nivel de cualquier plaza de pueblo en fiestas patronales
Parecía pues que todo finalizaba con ese premio de consolación cuando nos llega a la sala de la prensa la noticia de que Ferrera pedía ¡otro sobrero!, o sea un octavo toro. Hubo desconcierto hasta que la presidencia, reglamento en mano y con autoridad, impidió aquel nocturno despropósito. Pero el escándalo estaba servido con el lanzamiento de almohadillas al ruedo y bronca general. Un final triste de un siniestro total , el de esta corrida que se anunció con calzador en el abono de Otoño. Por favor, ni una más de estas ocurrencias