Igual que ustedes, me asomo a la ventana y veo pasar gente. Poca gente, claro, pero nunca faltan quien pasea a un perro, mirando al móvil o al infinito, abstraído en sus pensamientos. Tampoco falta quien viene de la compra cargado con bolsas de comida, ni quien camina –sin perro y sin bolsas– con un rumbo que a nosotros se nos hace incierto.
Igual que ustedes, me asomo a la ventana y veo pasar gente. Poca gente, claro, pero nunca faltan quien pasea a un perro, mirando al móvil o al infinito, abstraído en sus pensamientos. Tampoco falta quien viene de la compra cargado con bolsas de comida, ni quien camina –sin perro y sin bolsas– con un rumbo que a nosotros se nos hace incierto. De vez en cuando pasa un ciclista, uno de esos valientes que siguen llevando comida preparada a las casas, y hoy, muy de mañana, veo a veinte o treinta personas que, guardando la distancia de seguridad, hacen una cola sin orden aparente y se han concentrado en una puerta de la iglesia que hay enfrente de mi casa, dispuestos a recibir los alimentos que ahí les entregan. En esto se ha convertido mi calle, antes tan transitada. Lo que nunca veo es a personas haciendo deporte. Eso se ha quedado para casa, por ejemplo ese vecino que está en su terraza haciendo bicicleta todas las mañanas. También ahora, mientras escribo estas líneas no menos inciertas que esas personas que caminan sin rumbo conocido.
En la televisión veo constantemente cómo los futbolistas, los atletas y los ciclistas, entre
otros colectivos de deportistas, se preparan en sus casas. Algunos tienen grandes jardines y gimnasios propios, pero los que no los tienen también se buscan los espacios y las mañas, y allí hacen ejercidos para mantener la forma, pensando en el día del regreso a la actividad, que ahora se antoja cada vez más lejano. Sabemos que los toreros también están entrenando, pero a estos no los vemos en televisión.
Sabemos que los toreros torean de salón y e intuimos que algunos –los que se lo han ganado jugándose la vida en los ruedos– torearán becerras de su ganadería para sus íntimos.
Nunca más que en estos momentos, estos tentaderos que imaginamos privados han regresado a la esencia auténtica de unas labores de campo que, antes que una celebración más o menos pública, son un acto íntimo de búsqueda de la bravura y de perpetuación de la razabrava. Todos sabemos que el toro bravo no sería el magnífico animal que hoy es sin el trabajo que los ganaderos –ayudados por los toreros, no perdamos esto de vista– hacen en los tentaderos, con sus errores y aciertos.
Pero no es del toro bravo que extiende sus horas lentas y regaladas en las dehesas de
quien hoy quiero hablar. Quería seguir haciéndolo del entrenamiento de los toreros. De esa voluntad compartida con los atletas de todas las disciplinas de intentar no perder el tiempo, conscientes como son de que cuando salga el toro –o ruede el balón–, ni uno ni otro sabrán nada de las horas perdidas a consecuencia del coronavirus, ni tampoco los espectadores que se sienten en las plazas de toros o en los estadios probablemente tendrán en cuenta las carencias en las preparación de los toreros y atletas.
Pero hay una diferencia importante: el toro siempre es el mismo –íntegro en su bravura y condición, fuerte y preparado para la lucha–, mientras que el torero podría no serlo debido a la falta de entrenamiento. Aunque no debemos preocuparnos: el toreo ha alcanzado un grado tal de perfección técnica (y estética, aunque de esto tampoco estamos ahora hablando), que ni incluso a los toreros que no torean ya se les aprecia falta de sitio. Tener o no tener sitio ya es un concepto de otra época. Ahora, incluso los matadores que sólo torean una corrida al año, parece que se están vistiendo de luces casi todos los días. Luego entrarán otros conceptos –el valor, la entrega, la capacidad, la clase, la suerte, el sacrificio delante del toro, la voluntad de jugarse la vida… y mil más que se nos puedan ocurrir– que serán los que diferencien a unos de otros. Pero entonces
hablaremos sobre todo de las carreras de los toreros, y no de una única actuación, así tomada, de una en una.
Entre las posibles formas de entrenamiento de los toreros en estos días del horror, me ha
llamado mucho la atención la que Juan Leal cuenta en la entrevista que le hago en este mismo número. Explica el torero de Arles –que vive en Sevilla– lo mucho que técnicamente le ha aportado en el tiempo que lleva con él su apoderado Julián Guerra –que vive en Salamanca–, de manera que para evitar que los consejos y la formación queden interrumpidos durante nadie sabe cuánto tiempo, Leal torea de salón y, 462 kilómetros al norte, Guerra le ve y le habla por videollamada. En estos días que utilizamos tanto y a veces de manera tan tonta las nuevas tecnologías, nos reconforta
saber que éstas son una maravilla cuando sirven para que los enfermos en los hospitales
puedan verse y hablarse con sus familiares. Lo mismo que es fantástico que sirvan para que un torero y su hombre de confianza –imagino que además de Leal y Guerra también lo harán otros toreros y apoderados, igual que lo hacen, y lo vemos en televisión, los preparadores deportivos con sus atletas– puedan estar cerca, en la intimidad del toreo y de los sueños compartidos por ambos en que todo pasará pronto, se abrirán las plazas de toros y todos los toreros sin distinción tendrán la ocasión de demostrar en público aquello que han hecho casi en secreto en sus casas.
No se lo dije a Juan Leal durante la entrevista, pero hubiera sido una experiencia muy
grata poder ver uno de esos entrenamientos “secretos”, y no se lo dije porque nadie tiene
derecho a escuchar los consejos privados ni las interjecciones de aprobación que a buen
seguro dirá el apoderado. Saldrá el toro, y no tengo la más mínima duda de que Leal se pondrá delante igual de preparado que si la última corrida hubiera sido ayer mismo.