Miura: Donde el tiempo no existe

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Redacción y Fotos: 6toros6 – CARLOS NÚÑEZ

La mañana es fría y lluviosa, sobre el patio de “Zahariche” suena el golpeo de los cascos
de los caballos. Los vaqueros les echan encima las monturas, y los caballos expulsan vaho por los ollares. Una vez que los hombres han terminado de atalajar a las monturas, los cinco jinetes se suben a sus cabalgaduras, unos garrocha en mano y los otros con una vara larga que termina en un lazo. El paso es ligero, los equinos van moviendo aceleradamente el mosquero de oreja a oreja, indicando la rapidez de sus trancos.

Llegan a la altura de los cuatreños, que se muestran echados, tranquilos, protegiéndose
unos con otros de la fina lluvia que ha empezado a caer; saben que la “guerra” no va con
ellos.

Tras atravesar “Zahariche” y cruzar el corredor de los “Gallos”, llegan a su destino. Las vacas se encuentran agrupadas en una parte del cerrado. Están tranquilas, las más viejas saben de lo que se trata, al ver tanto caballista. Los becerros se amparan cerca de ellas, para protegerse de la fría y lluviosa mañana. Los vaqueros se van desplegando como si de un ejército se tratase, dos en los flancos para que las hembras no se abran, otro espera pacientemente con los artilugios para vacunar y acrotalar, y el más joven de los vaqueros se mete en medio de las vacas, hasta dar con uno de los becerros para marcar. Pertenece a una vaca vieja, que ya ha pasado por esto durante muchos años, por lo que pone pocos problemas para separarse del hijo. El retoño, desamparado de su madre, corre despavorido, entre las palmas, un fuerte galope rompe el silencio de la mañana y uno de los caballistas, garrocha en mano, conduce al becerro a un lugar más favorable para atraparlo. En el otro lado aparece Rafaé, vaquero experto, no en vano suele amparar a Antonio Miura en la faena de acoso y derribo, con el palo y el lazo, que con una habilidad inusitada atrapa al becerro, el cual berrea como un poseso. El vaquero de la piara vigila a la madre, que se ha inquietado más de la cuenta al oír el grito de auxilio de su retoño.

Atrapado por el lazo, el becerro va disminuyendo su ímpetu, el caballo ha cambiado su
fuerte galope, por uno más acompasado, rendido ante la soga que lo atrapa. El becerro se para, inmediatamente otro de los vaqueros echa pie a tierra y con una maña que sólo dominan la “gente del bravo”, tumba al becerro inmovilizándolo en el suelo. Con una afilada navaja señala las orejas (hendido y muesca en la izquierda y despuntada con golpe en la derecha) que apenas sangran, saca de las alforjas el aparato de acrotalar y la jeringa de vacunar.

El caballo, impávido y domado, permanece inmóvil con las riendas colgando, testigo mudo de la escena. Una vez terminada la faena, el becerro, desorientado, se ampara en la cabalgadura, ésta con paso despacio y sin dejar que el becerro se le meta debajo, conduce al animalito a la piara. La madre, al berrido del hijo, acude a socorrerlo. Lo huele, empieza a lamerlo, y el becerro tembloroso agradece las caricias de la madre, que lo conduce al interior de la piara. En el otro extremo, el vaquero subido ya en su cabalgadura anota, el crotal y el número de la madre. Algunos becerros deso – rientados no siguen a las cabalgaduras y son los propios vaqueros los que los orientan conduciéndolo por el rabo.

Terminada la faena la lluvia ha empezado a arreciar, los vaqueros sacan de sus monturas
los largos capotes que los cubre por completo y a parte de la cabalgadura. De nuevo se agrupan todos y ponen rumbo al cortijo. Y así, un año… y otro… y otro, ya siglos de la misma manera. Aunque los años avanzan, en la ganadería de la “A” con asas, parece que se para el tiempo.

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