Mañana podría desaparecer el planeta entero, con toda la humanidad a bordo y el universo infinito seguiría como si nada. Es duro reconocerlo, pero es así. ¿Quién nos extrañaría? ¿Quién echaría de menos nuestro paso fugaz por este minúsculo terrón del cual llegamos a creernos amos eternos?
Seguro el miedo a la fatal intrascendencia fue una de las cosas que condujo a dios, a los dioses, al toro uno de los primeros en el ámbito euroasiático según los arqueólogos. Quizá su imponencia, poder, feracidad y proximidad inspiraron esa divinización que de culto en culto y de cultura en cultura llegó hasta hoy.
Alegoría de la naturaleza, de su fuerza y fiereza incontrolables. Rendirle admiración, tributo, vidas jóvenes, propiciatorias, aplacarlo. La tauromaquia en sus diversas formas ha sido eso. Un rito de consuelo ante lo inconsolable.
Pero su liturgia ha creado una estética. La tragedia griega nació con él. No es solo adorar, ofrendar, y sacrificar al dios terrible, es hacerlo con belleza y justicia mitos griegos. No es la técnica, la ciencia, la artesanía con que se oficia el toreo lo que más infunde fervor, es el arte que se construye pese o gracias a todo eso.
En alguna parte leí que Rafael de Paula, cuando le preguntaron por su técnica, contestó ¿qué es eso? Bueno, si no lo dijo tal vez era el más indicado para decirlo. Pero hay algo en la lidia más hondo que la estética, y es la ética. La dignidad humana, su sentido del bien y el mal. En cada suerte y hasta la muerte, es quizá lo que más conmueve y mueve de toda esta compleja y cruenta ceremonia, que contiene a la vez tantos significados conscientes y toca tantas pulsiones inconscientes; rito, arte, catarsis.
Verlo simplemente como un espectáculo, un negocio, un tipismo cultural, o en el caso de los antitaurinos, como un vestigio de barbarie es frívolo y estúpido. Los intelectuales y artistas que con la lógica y la intuición como herramientas respectivas han intentado bucear en sus misterios lo han corroborado.