¿A todos gustó la campaña publicitaria para esta feria de San Isidro? A mí no. Pese a la coincidencia de los medios en aprobaciones: “multicultural, antropológica, sorprendente, supera lo anterior, sin precedentes…” Pese a la explicación de la empresa: “Va para el público al que nunca se ha llegado”. Y pese a mí tolerancia total en materia de creación artística. No me gustó.
Y no por falta de ingenio, que lo gastan los diseños del atrevido Joserra Lozano, jefe de comunicaciones de “Simón Casas production” y a su vez gerente de la empresa de marketing, Teseo.
Tampoco porque renieguen la tradición del cartel taurino, del que dijera Hemingway “es la obra literaria perfecta”, y del que se ocuparan maravillosamente grandes maestros de la pintura. Ni menos por tabú a la desnudez humana, que no padezco. Soy médico.
No me gustó, es porque proponen a gente que no la conoce, una fiesta que no es, no ha sido y no debería ser. Una fiesta frívola distante de sus códigos éticos y estéticos. No hace falta ser Umberto Eco para entenderlo. No hay que ser semiólogo para saber lo que dicen y no dicen estos anuncios.
La publicidad tiene un fin, vender; un medio, el mensaje y para los dos efectos un lenguaje. Y entre ellos debe haber comunión. En esta campaña el toro, el toreo y el culto están ausentes. Todo se concentra en la anatomía exhibida de los toreros y su alegorizada multinacionalidad, que no multiculturalidad. Cosas distintas.
Para quienes la corrida es rito y el torero sacerdote que oficia el sacrificio del animal sagrado, este imaginario causa efecto similar al de un católico invitado a la Semana Santa sevillana con fotos de penitentes strippers, desnudos hasta el pubis y pintados como guerreros paleolíticos.
Nada me alegraría más que ver Las Ventas llena todos los días, pero nada me tranquilizaría menos que fuera por esta desabrochada versión de nuestra liturgia.